Princesa de las Flores

Estándar

                 La princesa Anna vivía feliz en su castillo de piedra marmolada, hasta que un día las flores de los jardines comenzaron a secarse y a fallecer, algo realmente extraño pues se encontraban en plena primavera. Aunque lo verdaderamente extraño es que los pinos del bosque circundante también empezaron a morir y sus troncos se volvieron grises y apagados, ya no había vida alrededor, el palacio estaba rodeado de muerte y tristeza.

                Como los ganados ya no tenían de qué alimentarse, pronto la gente del pueblo también empezó a marcharse y el lugar se convirtió en una ciudad fantasma, ya nadie había en aquel reino que quisiera seguir allí. Algunos decían que la tierra estaba maldita.

                Como ya no tenían súbditos a los que gobernar, el rey y su princesita decidieron marcharse a otras tierras, cruzando la frontera al país colindante, con los que había buenas relaciones, esperando ser bienvenidos y poder quedarse allí hasta que Anna estuviera en edad casadera.

                El camino fue duro, caluroso y aburrido, no se encontraron ningún caminante, ni siquiera ladrones que quisieran asaltar el carruaje. Y cuan grande fue la sorpresa cuando al llegar, el paisaje estaba tan desolado como su mismo reino. Ni una brizna de hierba se abría paso entre la tierra seca y rasgada por el sol, incluso las piedras parecían más muertas y frías de lo normal.

                Los pocos guardias que seguían bajo la tutela del rey comenzaron a pensar que era él mismo y su sucesora los que estaban malditos, así que por la noche, cuando éstos dormían, se fueron lejos, donde la maldición no les alcanzase, llevándose los caballos y algunas provisiones.

                Perdidos como estaban y habiendo sido siempre servidos por sus vasallos, el monarca maldito y su heredera comenzaron un duro viaje a través de inclementes caminos, donde los ríos sólo eran un fino hilillo entre polvoriento suelo, y eso cuando el agua no era negra y turbia, negándose a beberla.

                Pronto, las fuerzas del anciano rey comenzaron a hacer mella en su aliento, y tenían que descansar cada cierto tiempo. La princesa Anna notó que sus manos se llenaban de callosidades por rebuscar en el suelo alguna baya o raíz que llevarse a la boca, y que su vestido estaba sucio y raído, ya no parecía una princesa.

                Como se pronosticaba, el rey falleció agotado, hambriento y sediento, y Anna pronosticaba su triste final si debía continuar el camino sola y desprotegida.

                Quedose allí sentada, sollozando durante tres largos días, bajo las inclemencias del tiempo, que terminaron de llevarse el poco brillo de su hidalga belleza. Contra todo pronóstico, el tiempo mejoró a lo largo del día, al borde del camino empezaron a surgir plantas, escuchó a lo lejos un riachuelo y el cielo recuperó su color celeste vibrante.

                Sintió una cálida sensación y se quedó dormida, pero cuando despertó, todo volvía a ser un desierto de muerte. Aturdida se levantó rápidamente y comenzó a buscar alguna señal de lo que había visto y oído: una flor, un charco, aun fuese un cuervo también.

                Algo la golpeó y volvió a sumirse en un profundo sueño.

              Despertó en un frondoso bosque, escuchaba cerca una cascada y pájaros que cantaban, notaba la hierba bajo su cuerpo y algunos rayos de sol que atravesaban la espesura. Pensó que habría muerto.

            Se incorporó y tenía fuerzas, el estómago lleno, un vestido nuevo y precioso, y su cabello estaba recogido en dos trenzas con cintas de colores. Confusa buscó alguien que le explicara lo que había pasado. Vio un caballo blanco de crines leonadas pastando cerca de un esplendoroso barbusano, su grandeza deslizó su mirada hacia la copa del árbol y entonces escuchó una voz agradable y ligera, como una brisa de verano.

             – Perdóname por hacerte daño, pero creí que sería más sencillo para ti aceptar el cambio de ambiente si despertabas de un desmayo.

                Anna volvió la vista al frente, miró a su alrededor, no había nadie, sólo el caballo la miraba fijamente.

                – No te asustes Anna, soy lo que estabas buscando, muchos sacrificios eran necesarios para que al fin pudiéramos encontrarnos. Estábamos  predestinados ¿lo sabías?

                Pensó que la falta de comida y bebida la habían vuelto demente, así que pensó que lo ideal sería comportarse como tal. Se remangó las faldas del vestido hasta las rodillas, se montó en el caballo y apretó los riñones del animal con sus pies.

                – ¡Eh princesa, no seáis descortés! Si deseabais montar, sólo teníais que pedirlo.

              Esa voz estaba en su mente y parecía ciertamente venir del caballo. Nuevamente oprimió los riñones del equino, sujetó su crin y las movió fuertemente conforme decía “arre”. La cabalgadura se encabritó haciéndola caer de trasero al suelo.

                   – ¡Ya está bien princesa! Si queréis decirme algo, usad vuestra mente o ¿el hambre os ha vuelto ignorante también?

              Anna entendió que, aunque fantasioso, lo que ocurría era muy real y tras una larga charla supo que aquel caballo blanco era un unicornio salvaje, de los pocos que no habían sido amuermados por el hombre para sus trabajos de granja, y que, desde que vino al mundo, la había estado buscando porque ella tenía el poder de imaginar las cosas más hermosas y él de hacerlas realidad, pero que no eran nada si no estaban juntos.

             Así que Anna imaginó su reino próspero de nuevo y a su padre cabalgando junto a ella, imaginó también que los caballos ya no eran caballos, sino unicornios como su compañero y amigo, y que todos podían comunicarse de alguna forma especial con un solo humano, creando un vínculo similar al que ella tenía con Albo.

              De modo que el reino más maravilloso era el de Anna porque junto a Albo, crearon un camino de flores de todos los colores, para que encontraran refugio todos los que como ella, alguna vez en el camino se perdieran.

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