Mi vida puedo resumirla en tres partes. Yo no vivo los días, no vivo los años y aunque he vivido varios siglos, mi vida no se resume en centenarios, sino en momentos. Tres momentos que la marcaron.
La primera parte de mi vida comienza con mi nacimiento pero mi nacimiento no fue normal. No, eso sería desmasiado «normal». En mi mundo existen fuerzas que escapan del poder de los hombres y la desconocen pero cuando un humano pide un deseo con auténtico amor, el alma de la Luna despierta y lo concede. Así fue como, de una figurita de arcilla, nació mi hermana para después crearme a mi a su fiel imagen, de los trozos sobrantes de su creación.
Esa parte de mi vida transcurrió feliz junto a la madre que nos concibió en deseo y nos crió en cuerpo. Mi hermana y yo somos una, lo que ella piensa yo lo digo, pues ella es el cerebro de este cuerpo y yo la lengua de su boca. Después de felices 17 años mortales, mi madre envejeció y su compañero de vida nos vendió a otra criatura como él.
Los humanos los dividimos en dos especies: buenos y malos. Madre era buena. Pero aquél nos vendió a otro ser malvado, como él. Jamás nos sonrió, no sintió amor pero no me causaba dolor. Mi hermana pensaba «no es el importante» aunque yo no lo decía, pues madre entristecería. Ella amaba al hombre.
Así acabó la primera parte de mi vida, huyendo del que creyó comprarnos. Y de la necesidad nació la diferenciación. Como nuestro nacimiento no había sino normal, tampoco habría de serlo el resto. Y fue así como, hacia la mitad de mi vida, creció una prolongación de mi, de mi hermana, de ambas.
La mitad de mi vida transcurre en poco menos de dos horas. Era un gran lago, junto al hogar donde nací, de profundidad desconocida y aquel malvado ser que quiso apoderarse de nosotras murió. Cuando un deseo de Luna se cumple, sólo ella puede destruirlo.
La última parte de mi vida no tiene final. El alma astral que duerme en la luna nos concedió un solo alma, dos cuerpos y una vida pero no la muerte. En aquel lago, donde antes había piernas apareció una cola de pez y donde hubo aire apareció la asfixia y hubo muerte.
No lloré, no hablé, no pensé porque mi hermana lo observaba y no sintió. No, las sirenas no sienten. La arcilla no siente.
Se nos fue concedida la vida eterna, hasta que el alma de nuevo despierte y nos lleve, entonces seremos de nuevo tierra y agua, una masa, no más. Pero mientras cantaré los lamentos de dos corazones que ven en las estrellas los ojos de la madre que las crió y a su lado duerme, el alma eterna de la Luna.