La luna se había alzado plena esa noche. Brillante como una luz de plata que todo lo ilumina. El lobo había aullado hasta su último aliento mientras pedía al astro más día y aquella que nació para la búsqueda pereció al final de su recorrido.
La gema azul se había alzado en la noche, entre cañaverales húmedos y huecos, que tintinearon en la oscuridad con la melodía de lo lúgubre. Porque allí donde hubo muerte volvió la vida y el corazón de piedra se volvió blando de nuevo, los mares se alzaron y se convirtieron en una criatura viva.
La madre de los mares se irguió sobre dos piernas cálidas de espuma y se adentró en la tierra. Creó tsunamis, inundaciones y devastó todo lo que era malvado. La guerra que estaba acabando con la tierra llegaba a su fin. Ya no habría más ira.
El cuento contaba que la diosa de los mares había muerto a causa del fuego y que su amante se resguardó en la luna, pero esa noche la luna la correspondió y la atrajo tan fuertemente que la oceánide se estiró para abrazarlo, se tocaron y por un momento no hubo luz ni día, porque una gran ola se levantó en el cielo y lo cubrió todo. Después sólo quedó el alga marina y los barcos tierra adentro, destrozados.
Los árboles habían hablado, cuando las gentes escuchaban lo que decían, que ella era una elemental del agua y él no era nada, era todo: una sombra, un alma, un cuerpo, un suspiro, un fantasma. La primera criatura de los cuatro elementos. Un Protector.