– Adelante, Doctor -dijo.
Comprendió que la mujer sabía quién era él. Prefirió sin embargo, no reaccionar y preguntó:
– ¿Dónde podría llenar el cubo de agua?
[…]
– El cuarto de baño está a su completa disposición, doctor, puede hacer con él lo que le plazca.
– ¿Puedo incluso bañarme? -preguntó Tomás.
– ¿Le gusta bañarse?
Llenó el cubo de agua caliente y regresó al salón.
– ¿Por dónde prefiere que empiece?
– Eso sólo depende de usted -se encogió de hombros.
– ¿Puedo ver las ventanas de las demás habitaciones?
– ¿Quiere conocer mi casa? -sonrió, como si lo de las ventanas fuese una manía de él que no tuviese interés para ella.
[…]
– Tiene que ser una experiencia interesante para usted conocer tantas casas -dijo.
– No está mal -dijo Tomás.
– En todas partes le esperan mujeres cuyos maridos están trabajando.
– Son mucho más frecuentes las abuelas y las suegras -dijo Tomás.
– ¿Y no echa en falta su anterior profesión?
[…]
– Es usted muy curiosa -dijo.
– ¿Se me nota?
– Sí, en la mirada.
– ¿Cómo miro?
– Entorna los ojos. Y no para de preguntar.
– ¿Y a usted no le gusta responder?
Desde el comienzo, ella le había dado a la conversación la gracia de la coquetería. Nada de lo que decía tenía que ver con el mundo que les rodeaba, todas las palabras se referían directamente a ellos mismos. Y ya que él y ella eran desde el comienzo el tema principal de la conversación, nada más fácil que completar las palabras con roces […] Ella también le retribuía cada caricia con otra suya. […]
No empezó a resistirse hasta que intentó tocarle el sexo. Tomás no tenía manera de saber hasta qué punto la resistencia iba en serio, pero de todos modos había pasado ya demasiado tiempo y en diez minutos tenía que estar en casa de otro cliente.
Se levantó y le explicó que tenía que marcharse. Ella tenía la cara roja.
– Tengo que firmarle la factura -dijo.
– Pero si no he hecho nada -protestó.
– La culpa ha sido mía -dijo y luego añadió con voz queda, lenta, inocente-: Voy a tener que volver a encargarle el trabajo, para que pueda terminar lo que por mi culpa ni siquiera pudo empezar.
Al negarse Tomás a darle la factura para que la firmara, dijo con ternura, como si le estuviese pidiendo un favor:
– Démela, por favor -y añadió entornando los ojos-: No la pago yo, sino mi marido. Y no la cobra usted, sino la empresa estatal. Esta transacción no tiene nada que ver con nosotros dos.
Nuestros actos tienen un peso, un significado, consecuencias en aquellos seres con los que se encuentra. Por eso decimos que los actos nunca quedan impunes.
Puede ser, debido a la misma ligereza del ser en el mundo, que no repercuta directamente en la persona que lo ha causado pero tarde o temprano, la cadena se cierra y el peso del acontecimiento en cuestión vuelve a su causa para equilibrar la balanza del ser. Éste, ciego, muchas veces ya no ve en el acontecimiento su marca, la señal con la que marcamos nuestras acciones pero el mundo es un pañuelo, una correlación de acciones y acontecimientos que suceden ante nuestros ojos y todas, quiero decir TODAS, nos repercuten.
Algo cambia continuamente que de no haber sido así, el curso de la historia sería diferente, estamos conectados: relaciones de amistad, familiares, físicas, políticas. El panadero hace el pan del gobernante, el gobernante dicta las leyes del pueblo, las autoridades las llevan a cabo, el pueblo culpa al gobernante y éste a su panadero (¡malditos panaderos!).
Queda así demostrado que, por muy leve que sea, toda acción tiene su peso.